Los Asesinatos del Cortijo los Galindos (Parte I)

Archivado en El Crimen Perfecto • Fecha: 04-03-2005 03:03:34

Uno de los crimenes mas extraños, por no decir el mas extraño, de este siglo, en un cortijo andaluz asesinaron a 5 personas, hasta ahi nada de extraño, pero si le añadimos que el o los asesinos no cometieron ni un error y que no se les sustrajo nada a las victimas la cosa se complica...
Aquí tienes el caso al completo

Son las cuatro en punto de la tarde del 22 de julio de 1975. Un sol de justicia abrasa las calles del sevillano pueblo de Paradas. El termómetro de la plaza marca 49 grados centígrados.

Carretera arriba, un viejo Seat 600 rueda lentamente, atravesando la población. Es el único sonido que turba la paz a esas intempestivas horas de siesta.
Las calles están desiertas, tan sólo un rostro humano se perfila a través de los visillos de una de las casas cuando el automóvil pasa por delante. El seiscientos, ronroneante, enfila el último tramo de la cuesta que se dirige al cortijo de Los galindos...

antonio Fenet, de 36 años, bracero eventual, ha terminado su jornada en el olivar y se dirige hacia el cortijo. Con el sombrero de paja calado hasta las orejas y el azadón al hombro, aspira una calada del Celtas que sujeta en la mano derecha.

Son las cuatro y media de la tarde cuando antonio atraviesa un sembrado de girasoles, y un fuerte tufo a quemado le golpea la nariz. Efectivamente. Una gran humareda sale del cobertizo del cortijo Los galindos. antonio Fenet dirige sus pasos con rapidez hacia el lugar del fuego, cuyas llamaradas se elevaban ya entre los árboles.

Ahora el olor se percibe con nitidez, un fuerte olor a gasoil mezclado con otro no reconocible, desagradable, muy desagradable, que provoca ganas de vomitar al bracero. Por los alrededores no se ve ni un alma. antonio Fenet comienza a gritar, desesperado, pero nadie le escucha. Así pasa unos minutos hasta que, afónico ya, intenta aproximarse lo más que puede, pero el calor y el humo se lo impiden; ansioso, trata de hacer algo, pero no sabe qué.

En esto, allá a lo lejos, vislumbra unas sombras que se mueven y da la impresión que se acercan. Sí. Es un grupo de peones que, desde las fincas colindantes, han visto la espesa humareda, anuncio de incendio, y corren a ofrecer su ayuda. antonio, nervioso, agita la mano para ser visto al mismo tiempo que les sale al encuentro...

El reloj de la iglesia de Paradas da el primer cuarto de las cinco de la tarde. Justo en ese preciso instante, antonio Fenet y otro bracero, antonio Escobar, entran en el cuartelillo de la Guardia Civil casi sin aliento, tal es la veloz carrera que traen desde Los galindos.
- ¡Vengan, vengan rápido! Allí, en Los galindos... -dice Fenet con frases entrecortadas, tanto por los nervios como por el esfuerzo realizado- Está ardiendo el cobertizo donde se encuentra la empacadora y delante de la casa del capataz hay un reguero de sangre. ¡Vengan, vengan rápido!

Mientras los dos braceros, antonio Fenet y antonio Escobar, dan el aviso de incendio en el cuartelillo de la Guardia Civil del pueblo sevillano de Paradas, los peones que trabajan los olivares del marqués de Grañina, de nombre Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, propietario del cortijo Los galindos, descubren, en medio del fuego que han conseguido sofocar en uno de los laterales del cobertizo, dos cadáveres calcinados...

En ese preciso momento, el cabo de la Guardia Civil, con su arma reglamentaria, acompañado de un número de la Benemérita tricornio en mano, bajan de su Land Rover y se dirigen a la carrera hacia el lugar del siniestro.

Los jornaleros, horrorizados, señalan los cuerpos de lo que parecen dos personas, tal es el estado en que se encuentran los cadáveres carbonizados. Pero aún hay más. A uno de los peones le llama la atención un reguero de líquido rojo, ¿tal vez sangre?, que sale del cobertizo, atraviesa un pequeño patio y conduce al interior de la casa donde habita el capataz de la finca. La puerta interrumpe sus pesquisas...
- Quita de ahí muchacho –grita el cabo de la Guardia Civil al bracero, al tiempo que carga el subfusil de reglamento-, quita que hay que estar preparado para cualquier cosa.
- Mi cabo –dice el subalterno- ¿yo qué hago?
- Ponte detrás de mí y carga el arma. Voy a abrir la puerta.

Pero la manilla no gira y la puerta no se abre. El cabo, entonces, da cuatro pasos atrás, toma impulso y grita a su compañero:
- Cúbreme, cúbreme.
Nada más forzar la puerta con el hombro, se abre y al momento sale despavorido un perro que se mete entre las piernas del cabo y huye para perderse, aullando, entre los olivos.

El cabo, seguido por su subalterno y éste, a su vez, por cuatro peones que han rastreado también el reguero de sangre y han presenciado toda la acción, entran en la casa. No se oye ni el zumbido de una mosca.

La comitiva atraviesa sigilosamente el zaguán, continúa por el comedor y llega hasta la puerta de la alcoba del matrimonio, que se encuentra cerrada por fuera con un candado. El agente de la ley no se lo piensa dos veces y descerraja tres tiros al candado, que salta por los aires hecho añicos.

En el interior del dormitorio, sobre una de las camas, está tendido el cuerpo de Juana Martín Macías, esposa del capataz del cortijo Los galindos, Manuel Zapata Villanueva. Juana tiene la cara destrozada, irreconocible, y el cráneo aplastado brutalmente. Un gran charco de sangre rodea a la desgraciada. Ante tal escena el cabo decide pedir refuerzos, pues comprende que aquello excede de su competencia, su cometido y sus capacidades.

- antonio, ¿viste a alguien o algo que nos ayude a entender estos crímenes? Tú fuiste el primero en llegar, tú fuiste el primero en acercarte al cobertizo... –preguntó el cabo de la Guardia Civil al bracero antonio Fenet.
- Es horrible –dijo antonio –, en mi vida había visto una cosa así. ¡Pobre Juana, hay que ver cómo la ha dejado el criminal que haya sido!
antonio Fenet se retiró a una esquina del patio para vomitar. La visión de la mujer del capataz, Juana Martín, tumbada en su propia cama con la cabeza destrozada sobre un charco de sangre, aún la tenía presente.
El traslado de los cadáveres que aparecieron carbonizados en el cobertizo resultó ser una labor muy penosa y difícil. Por algunos detalles que aún presentaban los cuerpos, que no habían sido pasto de las llamas, los peones creyeron que se podía tratar de José González Simón y de su esposa, Asunción Peralta.

La identificación no era fácil, puesto que uno de los cuerpos no tenía cabeza y el otro presentaba únicamente el tronco, desde la pelvis al omóplato. Las pruebas posteriores realizadas por el médico forense confirmaron las sospechas de los braceros.

Efectivamente, se trataba de José González, tractorista fijo de Los galindos, de 27 años de edad y casado siete meses antes, y el de su mujer, Asunción Peralta, de 34 años, que de soltera había trabajado como temporera en la finca del marqués de Grañina. El asesino o los asesinos la habían rociado con gasoil antes de arrojar su cuerpo a las llamas.

La Guardia Civil continuó inspeccionando el terreno en busca de alguna prueba, algún detalle, cualquier cosa que les respondiera a tantos interrogantes. Eran tres cadáveres, tres asesinatos, los que tenían a la vista.

Dos coches llegaron hasta las misma puerta del cortijo Los galindos. En uno iba el juez de paz con dos personas más. En el otro, mandaban refuerzos de Marchena, cabeza de partido judicial.
- Así que tenemos tres muertos –dijo el cabo de la Benemérita al juez de paz y al teniente de línea de Marchena-. José Sánchez, su mujer Asunción Peralta y Juana Martín, la mujer del capataz Manuel Villalta ... que no aparece por ningún lado.

La mano despiadada que había dado muerte a las tres personas encontradas en el cortijo Los galindos había trabajado hábilmente y no había dejado una sola huella. Estaba anocheciendo y el cabo de la Guardia Civil se acercó a un automóvil que habitualmente estaba aparcado en un ribazo muy próximo a la finca. Lo había visto allí toda la tarde pero aún no había tenido tiempo de inspeccionarlo. Y se temía lo peor.

El seiscientos color crema era propiedad de José González Jiménez, uno de los cadáveres que fue hallado en el cobertizo, carbonizado. En el asiento posterior del vehículo el suboficial de la Benemérita encontró una escopeta partida en dos. Nada más.
- ¿Alguno de vosotros sabe a quién pertenece esta escopeta? –preguntó el cabo al grupo de braceros que había reunido ante la puerta del cortijo.
- Sí señor –dijo uno de ellos-. Es la escopeta de caza de Manuel Zapata.
El asunto se iba complicando. Manuel Zapata era el capataz de la finca, que no aparecía por ninguna parte. Sin embargo, su escopeta estaba en el coche de José Jiménez. Pero nadie los había visto juntos aquel día.

Aunque ya se había hecho la oscuridad, un grupo de personas a cuyo frente iba el cabo continuaba buscando alguna cosa, algún indicio, cualquier pista, cualquier objeto que les llevase a alguna conclusión por remota que fuera.
- Aquí, aquí, venid aquí –gritó con gesto horrorizado uno de los peones de la finca Los galindos propiedad del marqués de Grañina.
En el llamado camino de Rodales, y cubierto por un montón de paja, se hallaba el cuerpo sin vida del bracero Ramón Parrilla. Tenía cuarenta años y era tractorista eventual. Alguno de los allí presentes recordó que, por la mañana, el capataz, Manuel Zapata, le había enviado a trabajar en la linde del olivar. Parrilla había muerto a tiros, uno de ellos a bocajarro. Sus brazos, como si en el último reflejo de su vida hubiera intentado protegerse con ellos, presentaban numerosos impactos.

Eran las doce de la noche de aquel aciago 22 de julio de 1975 y la Guardia Civil se encontraba en el cortijo de Los galindos con cuatro cadáveres, la misteriosa desaparición del capataz y sin rastro del asesino. En Manuel Zapata, hombre de confianza del marqués, empezaron a recaer las primeras sospechas de las terribles muertes. Él tenía que ser el autor de los cuatro crímenes, aunque nadie alcanzara a comprender las razones. Por eso, a la mañana siguiente se dictó contra él orden de caza y captura. El misterio no había hecho más que empezar.

Así pues, tanto la Guardia Civil como la Policía se habían encontrado con cuatro cuerpos brutalmente asesinados y ni una sola pista que les llevara a sospechar quién o quiénes habían sido los autores de la matanza.

A pesar de no encontrar ningún móvil ni tener pruebas contra él, la Guardia Civil, presionada por los vecinos del pueblo de Paradas, consideró a Manuel Zapata Villanueva, ex legionario y ex guardia civil, capataz del cortijo Los galindos y hombre de confianza del marqués de Grañina, supuesto culpable, aunque sólo fuera porque se había dado a la fuga.
Pero las cosas no eran tan sencillas. Ya habían transcurrido dos días desde la siniestra tragedia. El rastreo de la finca se llevaba a cabo con toda minuciosidad, palmo a palmo. Una y otra vez se rebuscaba por los mismo sitios, en rincones diferentes, más al norte, luego al sur... Diferentes grupos de personas capitaneadas siempre por un oficial de la Benemérita o un policía trabajaban incansablemente, paso a paso, en busca de algo que pudiera esclarecer el misterio... Y nada...nada... La búsqueda era infructuosa... Ni rastro del capataz ni pista alguna... Parecía que a Manuel Zapata se lo había tragado la tierra...

Lo que sí averiguó la Policía era que José González Simón (llamado en ocasiones José Gonzaléz Jiménez o bien José Jiménez), el tractorista, había ido a buscar al pueblo a su esposa, Asunción Peralta Montero, el día de autos, y juntos fueron al cortijo Los galindos. Poco después ambos aparecerían, como se recordará, carbonizados en el cobertizo de la finca.

Efectivamente, a las cuatro de la tarde del 22 de julio, bajo un sol de justicia, el viejo seiscientos propiedad de José atravesó el pueblo de Paradas llevando a su lado a su esposa. Así lo atestiguó una pariente de Asunción, que al oir el ruido del motor en el silencio de la tarde, miró a través de los visillos y vió al matrimonio en el coche que tomó el camino del cortijo.

Y allí fueron, puesto que el automóvil se encontraba donde habitualmente lo aparcaba José. Pero la cosa era extraña porque Asunción, de 34 años, desde el día de su boda con José, 27 años, acaecida siete meses antes, no había vuelto a pisar el cortijo. Decían las malas lenguas que era por celos de su marido ya que Asunción, de soltera, había trabajado para el marqués...

Continua en la Segunda Parte

Escrito por JuanMa
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